Segunda parte
El grupo de náufragos se había separado. Decimus Quint y Balert habían caído al bravo río bajo la pendiente, y la sombra que les seguía desapareció tras aquello. Cath y Félix quedaron al borde del precipicio, ajenos a la curiosa vigilancia de una pequeña criatura desde la copa de uno de los árboles cercanos.
Balert recobró el conocimiento. Se había encontrado mejor en otras ocasiones, pero la gruesa armadura que lo cubría logró amortiguar los impactos recibidos río abajo. Se encontraba a la orilla de una pequeña playa formada a la orilla del río, y no fue difícil para él encontrar las huellas de quien seguramente fuese Decimus Quint. Balert se sintió traicionado por Quint, y decidió seguirlas hacia el interior de una cueva, cuya entrada estaba adornada por un arco de piedra con multitud de motivos decorativos en un idioma extraño.
La cueva contenía lo que parecía un templo en su interior, con más motivos similares a los del arco, y unas escaleras de piedra que llevaban a sus profundidades. Balert avanzó siguiendo el rastro de sangre y las huellas de Quint, dejando la luz del exterior atrás. Avanzó por los firmemente construidos pasillos del templo subterráneo, encontrando a medio camino un pequeño banco y una inscripción, y, fijándose en las formas de las letras, hurgó en su bolsa y sacó una gran moneda grabada; la escritura en ella no era tan distinta a la de la pared. A falta de papel, Balert decidió anotar todo cuanto le resultó interesante de la placa arañando su propia piel, y prosiguió su camino hacia las profundidades del templo.
Fue entonces cuando, en el suelo, el rastro se juntó con otro nuevo; aquella sustancia negra que habían encontrado en el quebrantahuesos la noche anterior se mezclaba con la sangre, y le guiaba hacia algo en el suelo: el cuaderno de Decimus Quint. Balert se agachó para recogerlo, y al hacerlo sintió un intenso y punzante dolor en el abdomen. Cayó inconsciente, y notó cómo algo lo arrastraba hacia delante.
Cath y Félix, prudentes ante el ataque de la furiosa bandada que había enviado a sus compañeros a lo que podría ser un aciago destino, decidieron subir por la pendiente de nuevo, ayudándose de las cuerdas que les permitieron descender de forma segura. Siguieron el cauce del río con la esperanza de encontrarse con Balert y Quint, o al menos, de encontrar refugio. Tras avanzar un poco, la blanca y curiosa criatura que los seguía decidió mostrarse, dejando claro —a su manera— que no era un enemigo. Cath se mostró recelosa al principio, pero se rindió al cabo de unos minutos y la criatura les acompañó durante el resto del camino.
Llegaron a la playa en la que Balert había dejado sus huellas y papeles mojados, y decidieron adentrarse en la cueva con la esperanza de encontrarlo. Bajaron hacia las profundidades del templo, mientras un oficioso Félix tomaba nota de prácticamente todo. Al llegar al banco con la inscripción, un estruendoso golpe de roca les hizo saber que el camino por el que habían venido había sido bloqueado. Debían seguir adelante.
Balert volvió a despertar, rodeado de penumbra. Echó mano de una cerilla afortunada que había sobrevivido al río, y el efímero chispazo que produjo antes de morir definitivamente le dejó ver una figura a varios metros de él, tirada en el suelo.
Pocos segundos después, escuchó ligeros pasos tras de sí, y quedó inmóvil durante unos segundos. La criaturilla blanca se aventuró a inspeccionar la oscura sala, pudiendo ver varias columnas y lo que parecía un cadáver fresco junto a un altar. Se hizo una pequeña luz poco después, coincidiendo con la entrada de Cath y Félix a la estancia; y se hizo una gran luz al encenderse por sí mismas todas las lámparas de la sala.
El grupo, ya reunido, pudo ver que se encontraba en lo que parecía una capilla. Las paredes estaban adornadas con los mismos motivos caligráficos indescifrables que ya habían visto. Unas imponentes columnas se alzaban hacia el techo de la estancia, subterráneo pero de gran altura. Decimus Quint, o lo que quedaba de él, yacía cubierto de sangre y la sustancia negra le llegaba hasta la cintura. A escasos centímetros de su brazo extendido, una roca pulida y tallada para ser usada como baqueta. La criatura curiosa que les había acompañado olisqueaba cautelosa el cuerpo, y decidió mostrarse al resto con honestidad: una persona de linaje fírbolg, ataviado con rojas plumas y accesorios fabricados con huesos. Intentó comunicarse con palabras, pero ya había sido suficiente milagro encontrar a una sola persona a la que pudiesen entender.
La poco provechosa conversación —de la cual intuyeron que el nombre de este extraño era Jacali— fue súbitamente interrumpida; la sustancia negra que cubría a Decimus Quint comenzó a moverse de manera antinatural, y formó una burbuja que, en un estallido de púas, golpeó a todo el mundo, dejándolos inconscientes. Cath pudo, milagrosamente, esquivar un golpe directo, y pudo ver mientras caía a una borrosa sombra que le señalaba al altar ante ella. Sobre el altar descansaba una enorme roca, con marcas de haber sido golpeada repetidamente. Una campana.
Cath cayó inconsciente, como el resto de sus compañeros.
Uno a uno, los náufragos despertaron en un espacio raro. Estrellas, luces y el más negro de los cielos se extendía ante sus cabezas y bajo sus pies; sus pasos eran firmes, pero el suelo parecía de cristal. El extraño habló, y para sorpresa del resto, pudieron entenderlo. Él también podía entenderlos a ellos, y antes de que pudiesen ahondar más en su nueva y sorprendente conversación, repararon en que, ante ellos, el cadáver que los acompañaba había decidido levantarse. Levantarse y atacar. El cadáver de Decimus Quint, ahora limpio de sangre y cubierto de lodo negro, chasqueó sus dedos, haciendo que el espacio entre él y el resto desapareciese. Invocó su armadura y su hacha, alteradas por la misteriosa sustancia, y con la mirada perdida cargó contra sus antiguos aliados. Parecía tener cierto control sobre el espacio en el que se encontraban, pero eso no evitó que, a manos de Félix, cayese de nuevo.
La sombra que se presentó ante Cath volvió a hacer acto de presencia solo para sus ojos, y junto a ella, en este espacio se materializaron las columnas y el altar de la capilla en la que se encontraban. La sombra, urgente, señaló a la baqueta junto a Quint, después hacia el altar. Debían darse prisa, pues tan pronto como aparecieron, comenzaron a desvanecerse lentamente. Por desgracia, el cadáver tuvo el mal gesto de levantarse de nuevo.
Furioso, el cadáver reanimado intentó por todos los medios interponerse entre el grupo y el altar. No importaba cuánto corriese Jacali, que se había hecho con la baqueta, hacia la campana; parecía que sus pasos eran en vano. No podía alejarse tanto del resto, debía acercarlos a él, Quint incluido. Consiguieron hacerlo caer de nuevo, y poco antes de que el altar desapareciese, lograron tañir la gran campana de piedra. Y todo se volvió negro.
Al abrir los ojos de nuevo, vieron la capilla en la que estaban antes. Sin rastro de las heridas recibidas, ni tampoco de la sustancia negra. Decimus Quint seguía inerte en el suelo, pero la sangre que lo rodeaba había desaparecido. Inexplicablemente, seguían pudiendo entenderse entre ellos.
Salieron del templo, deteniéndose en la inscripción junto al banco para calcarla, cargando con el cuerpo del difunto y su extraviado cuaderno. Cath decidió examinarlo, y comprobó que estaba escrito en la misma lengua de las paredes. Siguieron caminando, y el camino, antes bloqueado, se encontraba abierto de nuevo. Félix intentó buscarle una explicación a este fenómeno, sin éxito.
Salieron del templo, y decidieron hacer noche a la orilla del río. Jacali decidió no llevarlos a la aldea en la que había hecho noche antes de encontrarlos, por prudencia. Invocó un remanso de paz, y alumbró el campamento con un peculiar farol que atrajo a multitud de luciérnagas. Quiso hacerse cargo de enterrar a Decimus Quint junto a un puñado de garbanzos, y Félix examinó el cuaderno. Al principio no encontró más que símbolos incomprensibles, pero, para su sorpresa, la primera página decidió revelarse ante él: Registro de Misión - XV.
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