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Primera parte

Tras el ataque al navío de la Segunda Expedición a manos de una embarcación misteriosa cerca de la costa sur de Wanpu, tres supervivientes —Balert, Cath y Félix— llegaron en un bote maltrecho a la Isla de los lobos, perdiendo el conocimiento. Al despertar, encontraron a un hombre humano, con armadura de Brannig, tratando de maniatar a dos de ellos. Decimus Quint, afirmando ser un prisionero enviado al norte en galeras, trataba de rebuscar en sus pertenencias en busca de víveres. Tras un breve rifirrafe, súbitamente interrumpido por el hambre y la sed, un extraño y profundo rugido surgió desde las profundidades del frondoso bosque tras la playa. No obstante, el grupo se vio obligado a colaborar y adentrarse en el bosque cercano para encontrar algo de comida y agua.

Tras adentrarse en el bosque y perder de vista el camino por donde habían venido, llegaron a una zona de suelo pegajoso y troncos finos y altos, con grandes frutos en sus ramas. Las peras de agua —una fruta autóctona de la isla de pulpa gelatinosa y dulce— sirvieron al grupo como sustento, pero no calmaron su sed. Se adentraron aún más en el bosque buscando algún arroyo, para percatarse de que algo o alguien les estaba tendiendo una emboscada. Una manada de lobos de mirada perdida y comportamiento errático, capitaneada por un agresivo quebrantahuesos, logró rodear al grupo. Tras una intensa lucha, los lobos y el ave huyeron, y los náufragos se percataron de una calzada de piedra que asomaba entre el barro y recorría un tramo de la densa jungla.

Siguiendo la calzada llegaron a las ruinas de un poblado pequeño, que parecía haber sido abandonado hace no más de cien años, y ya había sido reclamado por las raíces de grandes árboles. El poblado estaba atravesado por un arroyo, y los náufragos al fin pudieron saciar su sed. Tras llenar sus botas, aseguraron la zona, fortificaron el campamento, cocinaron la carne de los lobos que pudieron recuperar y se prepararon para hacer noche. Decimus Quint se mostró esquivo, tratando de evitar el contacto con los miembros de la expedición. Al anochecer, mientras Cath vigilaba, sintió una presencia: el quebrantahuesos había vuelto, aún más agresivo. Con destreza y sin llamar la atención de sus compañeros, logró derrotarlo, y una vez se despertaron, comprobaron que había un misterioso líquido negro mezclado con la sangre del animal. Guardaron una muestra, levantaron el campamento, y siguieron la corriente del arroyo hacia delante.

Tras dejar el poblado atrás, y siguiendo el sonido del agua corriente, el grupo avanzaba hacia el norte de la isla cuando, bajo sus pies, la tierra se desprendió, provocando un corrimiento de tierra que amenazaba con lanzarlos a la fiera corriente del río. Por si no fuera poco, un musical silbido alteró —ordenó— a una bandada de pequeñas aves que atacasen. Lograron confundir y alejar a los pájaros, y bajar de forma segura la pendiente, quedando al borde del precipicio. Todo parecía haber terminado cuando una oscura figura humanoide se hizo ver entre las sombras. Señaló a Decimus Quint, silbó para las aves, y estas se lanzaron en picado hacia él. Balert trató de agarrar a Quint, y ambos se precipitaron a la violenta corriente. La figura volvió a desaparecer, y Cath y Félix quedaron atónitos.




Decimus Quint despertó a la orilla del río, muy lejos del punto en el que cayó. Balert también estaba allí, inconsciente. El prisionero avanzó por la orilla hasta encontrar una cueva, con la entrada decorada por un arco ornamentado con motivos caligráficos en un idioma desconocido. Sin pensarlo dos veces, decidió entrar, y tras unos minutos, se produjo un súbito estruendo acompañado por un resplandor desde el interior de la caverna.


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